martes, 2 de octubre de 2007

La Caida (Olivier Hirschbiegel)


Luego de la brillante interpretación televisiva de "Hitler", de Robert Carlyle, y por supuesto de mas de 80 representaciones filmicas del lider del fascismo, esta es la primera vez que un grupo de alemanes se pone al frente de un proyecto similar. En abril de 1945, hace 60 años, Adolfo Hitler pasaba los últimos días de su vida y su imperio escondido en un sótano de concreto a 15 metros de profundidad. Las batallas del frente oriental ya no ocurrían en los bosques de Rusia o en las fronteras de Polonia sino en los barrios de Berlín. El ejército soviético estaba apenas a unas cuadras de distancia de los búnkers del Führer.


Este film aleman, dirigido por Oliver Hirschbiegel, presenta los últimos 12 días en la vida de Hitler y el Tercer Reich. Por primera vez en décadas, el cine alemán se atrevió a darle rostro y voz al más vil de los hombres. La historia cinematográfica de la Segunda Guerra Mundial ha sido recordada por la narrativa de las víctimas y los vencedores. El hundimiento ofrece la versión de los verdugos.


Nunca es fàcil ponerse en la piel del lider del terror. Alec Guinness (Los últimos días de Hitler, 1973) y Anthony Hopkins (El búnker, 1981) son algunos de los actores que han aceptado colocarse el bigote ridículo y el peinado engominado que obliga la caracterización del dictador nazi. En La Caida, Bruno Ganz es un Hitler que habla alemán, el segundo luego de la interpretación de Albin Skoda en "El último acto" de George W. Pabst en 1956, y que cuya referencia le sirvió para darle a Ganz la inspiración necesaria para poder afrontar este Hitler totalmente en alemán. El timbre de voz de Hitler presenta al alemán como el idioma perfecto para dar órdenes. La fuerza del lenguaje, aun para los espectadores que no entendemos alemán, le da un realismo brutal a la película.


Antes de La Caida, Bruno Ganz trabajó con Wim Wenders en "El amigo americano" -1977- y fue el ángel Damiel en "Las alas del deseo" -1987-. Ahora Ganz borró de su rostro cualquier rastro de serafín para encarnar al seudónimo del demonio. Ian Kershaw, el biógrafo más importante de Hitler, escribió que es casi imposible hacer una mejor película sobre los días previos al suicidio del Führer. La cinta no presenta al líder aclamado por las masas, sino a un tirano senil que convoca ejércitos inexistentes para defender las últimas posiciones nazis sobre Berlín. Un anciano prematuro aquejado por la paranoia y el mal de párkinson. ¿Cómo un ser tan ordinario logró convencer a su pueblo de que el odio y la guerra eran el mejor camino de la salvación nacional?


La caida llega a todo el mundo despertando polémicas. La crítica más frecuente reitera que la película convierte a Hitler en un ente de carne y hueso. La peor de las bestias queda reducida a la mediocre condición de hijo de vecino. Sin embargo, sólo los locos neonazis pueden sentir compasión por el dictador al borde del colapso físico y mental.


¿Qué servicio se le presta a las víctimas del Holocausto al preservar el mito sobrehumano del principal responsable del genocidio? Ninguno. Adolfo Hitler era un ser humano. Su capacidad para la maldad, su habilidad para contagiar el odio y su organización industrial del genocidio no fueron producto de un ser sobrenatural o una inteligencia extraterrestre. El peor de los monstruos tenía absoluta compatibilidad genética con el resto de nosotros. El responsable directo de la muerte de millones de personas, también era capaz de mostrar dulzura frente a un grupo de niños. El mayor criminal del siglo XX era un caballero con las damas y afectuoso con su mascota canina. Al filmar una película sobre este personaje se corre el riesgo de humanizar a la bestia.


Presentar a Hitler como un miembro más de la especie es un recordatorio vergonzoso de lo que podemos ser capaces. Lo más impactante de la película no es la actuación espeluznante y perfecta de Bruno Ganz, sino el amor, la lealtad y la veneración que sentían los alemanes por el hombre que convirtió a su pueblo en una nación de verdugos y asesinos.


Desde hace 60 años, Alemania ha luchado por encarar los fantasmas de su pasado. En su libro El peso de la culpa Ian Buruma compara los esfuerzos de Japón y Alemania para enfrentar sus atrocidades durante la Segunda Guerra Mundial. Mientras Japón prefiere voltear los ojos hacia otro lado y cambiar la conversación, los alemanes han hecho un esfuerzo colectivo para asumir la responsabilidad de su vergüenza histórica. El hundimiento usa el lente de la cámara para mirar a los ojos a esta pesadilla colectiva.


Hitler se convirtió en líder de Alemania gracias al voto de sus compatriotas, pero su aferramiento al poder por 12 años fue consecuencia de la destrucción de las instituciones que permiten la existencia de la democracia. Un parlamento sólido, una oposición activa y una prensa libre hubieran mitigado su talento para propagar la muerte.


Sesenta años después de que Hitler se dio un tiro en su búnker, nos lamentamos de los desfiguros, las torpezas y las lentitudes de la democracia. Quejarse de las imperfecciones democráticas es uno de los mayores privilegios que puede tener un habitante del planeta Tierra. Las penurias de quienes se lamentan de no tener democracia alguna son sin duda mucho más dolorosas.

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